Muchas necrópolis ibéricas quedaron vacías por ser el objeto de deseo y
atracción de expoliadores que buscaban material para vender.
El análisis exhaustivo del registro funerario está permitiendo una
primera aproximación a la estructura de la sociedad ibérica, en un intento que
está proporcionando resultados muy desiguales, seguramente porque los ajuares
no parecen responder a una rígida normalización, y la necrópolis ibérica reparte
indistintamente armas u objetos sin un aparente ritmo ritual.
En el mismo orden de cosas, está empezando a cobrar fuerza la
posibilidad de que las necrópolis ibéricas no reflejen en realidad a la
totalidad de la población, es decir, que en ellas no se enterraran sino las
clases socialmente más pudientes -las gentes inferiores lo harían fuera de las
mismas o, lo que es también probable, no se enterrarían-, o aquéllas que
hubiesen participado de la propiedad como un bien excluyente.
Por otra parte, de manera bastante generalizada, la situación de las
necrópolis con respecto a los poblados -a una distancia que puede variar entre
los 100 y los 500 metros- suele coincidir con una zona bien aireada, de forma
que los humos de las hogueras cinerarias no produjeran molestias a los
habitantes de aquéllos y que los ritos pudieran ser seguidos sin dificultad
desde los mismos, y en terrenos de escasa productividad agrícola.
Para terminar, se ha podido comprobar -en aquellas necrópolis que han
sido bien y suficientemente documentadas- que las áreas de deposición funeraria
se enmarcan en límites precisos, hecho que les debió conferir un cierto
carácter sacral y que, en muchas de ellas, ha provocado superposiciones cuyo
análisis estratigráfico vertical favorece siempre su interpretación
cronológica. De la misma manera, se empieza a hablar de una disposición
espacial de los enterramientos perfectamente calculada que, a todas luces, debe
relacionarse con criterios sociológicos aún por precisar en todos sus extremos.
En cuanto al ritual, el único rito funerario fue el de la cremación, de
la que parecen excluirse tan sólo los niños con edades inferiores a un año,
enterrados mediante inhumación del cadáver frecuentemente en el subsuelo de las
casas.
Antes de la cremación, los difuntos serían acondicionados con sus
mejores galas, expuestos y velados (honrados socialmente) y trasladados a la
necrópolis tal vez acompañados de cortejos más o menos formales cuya verdadera
entidad se nos escapa, pero que, en esencia, forman parte de un ceremonial de
implicaciones casi universales: el ritual funerario comprende varios momentos,
públicos y privados, en la casa y junto al sepulcro: el vestido y adorno del
cadáver, la exposición y el acompañamiento del difunto, el banquete y la fiesta
fúnebre, el transporte y el enterramiento del cadáver, los periódicos
sacrificios de circunstancia por el muerto. La ejecución de estos actos del
ritual restablece la normalidad social, disminuyendo el dolor y reintegrando al
núcleo familiar golpeado en la comunidad.
Posiblemente durante la cremación, y después de forma periódica, se
celebrarían banquetes rituales, en los que se sacrificarían, o al menos
consumirían, determinadas víctimas animales al tiempo que se realizarían
libaciones en honor del difunto.
Una vez realizada la cremación, y por lo menos cuando el enterramiento
era de carácter secundario -es decir, si los restos se enterraban en lugar
distinto al de aquél en que habían sido quemados-, los huesos se retiraban -sin
necesidad de ser lavados- y a veces envueltos en un paño (que en ocasiones
envolvía a la propia urna), eran depositados en un recipiente cinerario, por lo
general cerámico.
Por fin, se procedía a su deposición en la tumba propiamente dicha,
acompañándolos del ajuar personal del difunto -hubiera sido o no quemado con
él- y, al parecer, de toda una serie de ofrendas que se suelen interpretar como
elementos destinados a hacer más llevadero, más fácil y más familiar su viaje
una vez traspuesto el umbral de la muerte.
Por lo que respecta al ajuar del difunto, éste está constituido por el
conjunto de objetos depositados en la tumba junto a los restos cremados de
aquél, al que acompaña en su viaje al Más Allá. A veces, como antes se dijo,
parte de estos objetos eran quemados o rotos en la pira funeraria y
posteriormente se colocaban definitivamente en la tumba.
El ajuar se dispone junto a la urna que contiene las cenizas y restos
óseos del difunto. La cantidad y calidad de las piezas depende de la riqueza y
categoría social del individuo enterrado.
En cuanto a su composición, el ajuar está formado, generalmente, por
vasos cerámicos, que pueden ser indígenas y de importación (cráteras, copas,
platos, vasos, etc.); elementos de la panoplia ibérica, como las falcatas,
lanzas, escudos, puñales, soliferrea (en singular, soliferreum: lanza de hierro
de unos dos metros de largo); elementos de uso personal como fíbulas o
imperdibles, joyas, agujas, alfileres o terracotas en formas diversas.
Excepcionalmente, en las tumbas más ricas se incluyen joyas fabricadas
en metales preciosos. Pero parece que el oro y la plata se reservan, sobre
todo, para los vivos.
Los enterramientos cuentan
con una serie de tipologías que son las siguientes: 1) Enterramientos turriformes;
2) Tumbas de cámara; 3) Pilares-estela; 4) Estructuras tumulares principescas;
5) Cistas y simples hoyos con urnas; 6) Empedrados tumulares.
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