viernes, 17 de marzo de 2017

EL MUNDO FUNERARIO IBÉRICO.




     Muchas necrópolis ibéricas quedaron vacías por ser el objeto de deseo y atracción de expoliadores que buscaban material para vender.
    El análisis exhaustivo del registro funerario está permitiendo una primera aproximación a la estructura de la sociedad ibérica, en un intento que está proporcionando resultados muy desiguales, seguramente porque los ajuares no parecen responder a una rígida normalización, y la necrópolis ibérica reparte indistintamente armas u objetos sin un aparente ritmo ritual.
    En el mismo orden de cosas, está empezando a cobrar fuerza la posibilidad de que las necrópolis ibéricas no reflejen en realidad a la totalidad de la población, es decir, que en ellas no se enterraran sino las clases socialmente más pudientes -las gentes inferiores lo harían fuera de las mismas o, lo que es también probable, no se enterrarían-, o aquéllas que hubiesen participado de la propiedad como un bien excluyente.
    Por otra parte, de manera bastante generalizada, la situación de las necrópolis con respecto a los poblados -a una distancia que puede variar entre los 100 y los 500 metros- suele coincidir con una zona bien aireada, de forma que los humos de las hogueras cinerarias no produjeran molestias a los habitantes de aquéllos y que los ritos pudieran ser seguidos sin dificultad desde los mismos, y en terrenos de escasa productividad agrícola.
    Para terminar, se ha podido comprobar -en aquellas necrópolis que han sido bien y suficientemente documentadas- que las áreas de deposición funeraria se enmarcan en límites precisos, hecho que les debió conferir un cierto carácter sacral y que, en muchas de ellas, ha provocado superposiciones cuyo análisis estratigráfico vertical favorece siempre su interpretación cronológica. De la misma manera, se empieza a hablar de una disposición espacial de los enterramientos perfectamente calculada que, a todas luces, debe relacionarse con criterios sociológicos aún por precisar en todos sus extremos.
   En cuanto al ritual, el único rito funerario fue el de la cremación, de la que parecen excluirse tan sólo los niños con edades inferiores a un año, enterrados mediante inhumación del cadáver frecuentemente en el subsuelo de las casas.
    Antes de la cremación, los difuntos serían acondicionados con sus mejores galas, expuestos y velados (honrados socialmente) y trasladados a la necrópolis tal vez acompañados de cortejos más o menos formales cuya verdadera entidad se nos escapa, pero que, en esencia, forman parte de un ceremonial de implicaciones casi universales: el ritual funerario comprende varios momentos, públicos y privados, en la casa y junto al sepulcro: el vestido y adorno del cadáver, la exposición y el acompañamiento del difunto, el banquete y la fiesta fúnebre, el transporte y el enterramiento del cadáver, los periódicos sacrificios de circunstancia por el muerto. La ejecución de estos actos del ritual restablece la normalidad social, disminuyendo el dolor y reintegrando al núcleo familiar golpeado en la comunidad.
    Posiblemente durante la cremación, y después de forma periódica, se celebrarían banquetes rituales, en los que se sacrificarían, o al menos consumirían, determinadas víctimas animales al tiempo que se realizarían libaciones en honor del difunto.
    Una vez realizada la cremación, y por lo menos cuando el enterramiento era de carácter secundario -es decir, si los restos se enterraban en lugar distinto al de aquél en que habían sido quemados-, los huesos se retiraban -sin necesidad de ser lavados- y a veces envueltos en un paño (que en ocasiones envolvía a la propia urna), eran depositados en un recipiente cinerario, por lo general cerámico.
   Por fin, se procedía a su deposición en la tumba propiamente dicha, acompañándolos del ajuar personal del difunto -hubiera sido o no quemado con él- y, al parecer, de toda una serie de ofrendas que se suelen interpretar como elementos destinados a hacer más llevadero, más fácil y más familiar su viaje una vez traspuesto el umbral de la muerte.
    Por lo que respecta al ajuar del difunto, éste está constituido por el conjunto de objetos depositados en la tumba junto a los restos cremados de aquél, al que acompaña en su viaje al Más Allá. A veces, como antes se dijo, parte de estos objetos eran quemados o rotos en la pira funeraria y posteriormente se colocaban definitivamente en la tumba.
    El ajuar se dispone junto a la urna que contiene las cenizas y restos óseos del difunto. La cantidad y calidad de las piezas depende de la riqueza y categoría social del individuo enterrado.
    En cuanto a su composición, el ajuar está formado, generalmente, por vasos cerámicos, que pueden ser indígenas y de importación (cráteras, copas, platos, vasos, etc.); elementos de la panoplia ibérica, como las falcatas, lanzas, escudos, puñales, soliferrea (en singular, soliferreum: lanza de hierro de unos dos metros de largo); elementos de uso personal como fíbulas o imperdibles, joyas, agujas, alfileres o terracotas en formas diversas.    
    Excepcionalmente, en las tumbas más ricas se incluyen joyas fabricadas en metales preciosos. Pero parece que el oro y la plata se reservan, sobre todo, para los vivos.
    Los enterramientos cuentan con una serie de tipologías que son las siguientes: 1) Enterramientos turriformes; 2) Tumbas de cámara; 3) Pilares-estela; 4) Estructuras tumulares principescas; 5) Cistas y simples hoyos con urnas; 6) Empedrados tumulares.

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